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Crónica de un día difícil
Gabriel Mora Silva
Estudiante de Ciencias de la Comunicación y Publicidad, Instituto Universitario del Sur
Siento que me estoy desmoronando. Ya no me siento tan fuerte como antes. Mi piel sigue cambiando con cada lágrima que derramo. La impotencia me está consumiendo junto con la desesperación, la angustia y la tristeza. Ésta es la crónica de mi día difícil.
Intenté cambiar. En verdad lo intenté. Ya lo perdí todo. Lo último que me queda por perder es la vida misma. A esto que estoy viviendo se le puede llamar de todo, menos vida.
Le temo a mi cuerpo, le temo a la vida. Yo no voy a hablar de cómo ayudarse a uno mismo. Yo voy a escribir lo que siente alguien desesperado. Alguien que lo perdió todo por una simple y a la vez complicada enfermedad.
Intentaré escribir cada pensamiento que me provoca una gota de sudor y una lágrima de terror.
ME VOY A MORIR, a decir verdad todos nos vamos a morir, el problema es cómo y cuándo. Y nadie nos va a salvar por más que oremos (nadie puede vivir para siempre a menos que sea músico).
Un día difícil no inicia como todos. No. Desde la madrugada sabes que es cierto, que algo no anda bien; y se puede manifestar de muchas maneras -una pesadilla, un malestar físico, insomnio-. Todavía no sabes lo que te espera; puede ser desde enojarte con tu pareja, matar a tu perro, o simplemente darte cuenta que tienes una urticaria avanzada el mismo día que tienes una tocada, por lo tanto no podrás tocar y lo sabes. Pierdes entonces tu salud, tus “amigos”, incluso la buena relación que por fin llevabas con tus padres.
Ya no soy invencible, ya no quiero conquistar el mundo, ya no quiero despertar, pero sobretodo ya no quiero creer. A veces tampoco quiero pensar.
Es temprano, el temor me invade al ver mi cuerpo infestado por ronchas, y siento ganas de arrancarme la piel. Sé que tengo que controlarme pues no puedo faltar a mis labores (escuela). El medicamento no funciona. El miedo sigue avanzando con cada nueva roncha que aparece. Ya no me puedo controlar, trato de mantenerme tranquila y no mirar. No me está ayudando en este momento. De pronto aparece mi madre para darme otro sermón y demostrarme su desesperación a través del enojo. No ayuda. Ronchas grandes en mi cabeza, en mi espalda, en mis brazos y piernas… tengo miedo.
Todo mi cuerpo duele, está inflamado. La picazón es insoportable.
Con movimientos lentos me incorporo de la cama y comienzo a vestirme, intento no ver mi cuerpo para evitar entrar de nuevo en pánico aunque la comezón y el dolor me recuerdan mi situación. Todavía no sale el sol y yo ruego porque sea otro día lluvioso para poder esconder mi cuerpo a través de una chamarra.
Me siento en la mesa y sin hambre comienzo a probar bocado de una ensalada rápida hecha a base de frutas con el objetivo de que no empeoren mi condición. Los nervios se calman un momento pero después regresan con más fuerza para atacar por otro lado, mi estómago. Siento náuseas, dolor, frío; no puedo desayunar. Regresa mi madre y al ver el desayuno casi intacto vuelve a reprimirme. Prepara un sándwich de pollo desabrido para el receso y lo llevo a mi mochila. Todavía faltan algunos minutos para la escuela, así que me dispongo a mirar la televisión sentada en un sillón incómodo, lejano y de color obscuro.
Tengo miedo, ya no quiero sentirlo. Ya no quiero vivir así. Estoy nerviosa, ansiosa, mucha angustia hay en mi expresión. ¡Quiero que esto desaparezca ¡YA! Todos los malditos malestares, quiero que se vayan de mí. Quiero mi vida de vuelta. Puede que esté exagerando…
Pasaron los minutos rápido, ahora ya es hora de ir a la escuela; mi padre ofrece llevarme. Yo no quiero, prefiero caminar. La música del reproductor ayuda a alejarme de esta terrible realidad. Son solo quince minutos los que me toma el recorrido a la escuela. Siempre es el mismo, no me gusta cambiar. Tomo el mismo camino todos los días porque nunca hay personas en esas calles, solo uno que otro perro desnutrido (y aun así me causan pánico).
Apenas comienza a iluminarse la mañana. No hay sol. Las calles todavía se encuentran húmedas por el aguacero de la noche anterior. La música es tranquila como mis pasos. Mi vista es hacia abajo, siempre hacia abajo. No importa. Mis manos están frías al igual que mi rostro. El viento frío refresca mi lastimado cuerpo. Se siente bien. No quisiera llegar a la escuela, solo quiero caminar. Los árboles y el pasto están crecidos y con suave rocío. No hay pensamientos agradables en mi cabeza. Un coche pasa con indiferencia y una lentitud desesperante. Paso al lado de mi casa favorita. No es mía pero el diseño es un deleite para mis ojos rojos por las lágrimas y el cansancio.
Por fin llego a la avenida principal. Hay muchas personas, algunas me miran y otras no. Y yo no miro nada más que la acera. No me atrevo a ver mi reflejo en el charco frente a mí. Temo no reconocer mi rostro irritado. Atravieso hasta el primer camellón con mis manos escondidas en los bolsillos de mi chaqueta, paso al segundo (camellón) de cuatro; esta vez mas apresurada por los coches y sus conductores.
Comienza a caer una leve brisa en mi rostro, provocando un alivio momentáneo, mientras atravieso los dos camellones restantes. Sigo el mismo camino. Saco mi mano de su refugio sólo para observar que he llegado al otro lado de la avenida a la misma hora que de costumbre, 7:55 de la mañana; camino más lento aún para postergar mi llegada al instituto.
He llegado al tiempo exacto para no encontrarme de frente con nadie. Paso la puerta de metal y tan sólo la rozo con las yemas de mis dedos para sentir su temperatura. Sigo caminando y doy vuelta a la izquierda para subir las escaleras; doy vuelta a la derecha y sigo subiendo más escaleras. Avanzo por el pasillo mirando de nuevo el piso, pareciera que también busca molestarme con las manchas abruptas en forma de eritemas que me vuelven a inquietar.
Al llegar al salón, éste se encuentra obscuro. Nadie ha llegado todavía. Encuentro mi asiento y me dirijo a él. No he encendido la luz, sólo sigo escuchando música. Mientras cierro mis ojos para descansar de la mala noche que pasé, recuerdos invaden mi cabeza, e inconscientemente se dibuja una diminuta sonrisa en mis labios. Sonrisa que desaparece al abrirse la puerta y divisar una sombra conocida que enciende la luz, termina con la obscuridad y mis pensamientos.
Uno a uno han comenzado a arribar mis compañeros, y yo continúo absorta en mi voluntaria depresión al darme cuenta de que soy una creadora compulsiva de patologías psicosomáticas. No han notado mi presencia. Sólo hablan, preguntan, ríen, bostezan, conviven. Y yo escucho e imagino situaciones. Me alejo una vez más.
Se abre la puerta de nuevo, y el profesor camina hacia el pequeño y deteriorado escritorio (si así se le puede llamar a aquella superficie inestable); y yo lo observo, observo sus manos, observo sus ojos, su rostro, y no encuentro nada. Ni una sola zona irritada, imperfecta.
Y sigo observándolo, observo sus movimientos, lentamente abre su portafolio para sacar su libro ya maltratado por el tiempo. Se prepara para leernos. Mantenernos atentos a la historia de una rata enamorada de una mujer. Una poesía, un cuento. Y mientras habla sus alumnos apenas lo respetan. Nadie lo escucha, y entre ellos me incluyo, solo levanto mi mano para poder salir un momento de aquella incómoda situación.
No es un momento, es una hora, es todo el día. ¿Y qué hago?, camino muy lento, de un lado a otro, bajo las escaleras, salgo del instituto, y sigo caminando; por la calles que lo rodean, después un poco más lejos pero siempre por calles silenciosas. Observo la neblina, la llovizna, mi piel.
Comienzo mi regreso a la escuela cuando me asalta un nuevo sentimiento. Camino ahora más rápido. Las manos comienzan a enfriarse más de lo normal, transpiran excesivamente, estoy solo a unos metros del instituto, mis piernas comienzan a flaquear; aparece la terrible dificultad para respirar. Aparece mi crisis nerviosa y ya no puedo contener las lágrimas ni continuar con la clase. Tomo entonces asiento en la acera de enfrente del instituto y me aferro con fuerza a ésta. Y poco a poco intento respirar, regresar en mí.
Voy recuperando lentamente la calma, y observo mis manos, pálidas por el esfuerzo realizado. Me gusta ver mis manos. Son tan solo las diez de la mañana y eso únicamente indica el receso.
Me incorporo y sacudo el polvo en mi pantalón. Me dispongo a refugiarme en el salón mientras todos salen. Coloco los audífonos del reproductor en mis oídos y espero el término del descanso solo para volver a retirarme de clases. Hoy es diferente. Hoy no importa nada. Hoy es mi día difícil y no voy a luchar contra él.
La inflamación ha comenzado a disminuir un poco y el color natural de mi cara comienza a regresar; remuevo un poco del cabello en mi rostro y esbozo una pequeña sonrisa, este movimiento ha atraído algunas miradas que logran intimidarme. Vuelvo a dejar caer el cabello para cubrirme. La sonrisa permanece.
He comenzado a acelerar mi paso. Diviso que alguien me saluda pero no le contesto. Solo tengo 25 minutos restantes del receso. Por fin llego al salón de clases y tomo asiento en mi butaca, leo las inscripciones en ésta; nombres de bandas británicas por lo general, nombres de canciones, citas hechas por drogadictos vocalistas de las bandas. Yo solo añadí un barco con una pequeña bandera inglesa, todo a tinta negra, para escapar de clases, lo dibujé al inicio de curso para las largas y aburridas explicaciones de los profesores o discusiones y debates. Me lleva a Albión, solo existe espacio para una persona, solo a mí. Y ahí permanezco hasta el final, hasta que el sonido de los pasos cercanos me trae de vuelta aquí, a mi agonía.
Entonces me incorporo para revisar la hora una vez más, diez con 25 minutos y es tiempo de recoger mi libreta y mi lapicero, mas tarde podrían servirme. Salgo y subo rápidamente las escaleras de metal para ocultarme y esperar hasta que todos ingresen en el salón. Después, bajo lentamente y tomo asiento en las escaleras; solo escucho las voces provenientes de las distintas aulas, opiniones, comentarios. Me aferro de las escaleras con fuerza y agacho mi cabeza, cierro mis ojos para no volver a llorar. Me esfuerzo por escuchar las voces, lo que sea que me haga pensar distinto de este momento. Tengo que salir un momento, me sigo repitiendo en silencio que debo respirar, lenta y constantemente.
Logré llegar a la planta baja a pesar de la inestabilidad en mi caminar. Ha parado de llover. El viento es más frío.
Caminé hasta un parque cercano y tomé asiento en una banca maltratada, intenté escribir sobre alguien, quien fuera, excepto yo; para verme a través de la vida miserable de alguien más y darme lástima, pararme frente a mí y después abandonarme, alejarme de ese ser físico y vivir otra vida en otro lugar.
No logré escribir nada, la inspiración se me escapó con el pasar de los segundos y mi mente siguió en blanco. No pude permitirlo. En un vacío tan grande una mancha de terror sería imperdonable; y en un segundo comencé a viajar a mi pasado. Recuerdos y mas recuerdos, de ayer, anteayer, hace un año, cuando creí poder conquistar el mundo con mi talento ya inexistente en estos días, cuando la compañía no era suficiente para demostrarlo, cuando la noche no me causaba ansiedad y podía caminar deleitándome con la infinita belleza de mi querida luna. Cuando había “amigos” por doquier. Días en que la prioridad era simplemente caminar y sentir el viento en mi cara para recordarme que era feliz y no me faltaba nada, esos días que se me escaparon un sábado por la mañana; el día que lo perdí todo, o que desperté de aquella bella fantasía.
Así fue como transcurrió la mañana. Sentada ahí, sola, pensando y luego arrepintiéndome inútilmente por hechos sin sentido. Inventándome una vida ajena pero mejorada.
Me levanto de mi asiento y tomo mis cosas entre las manos, mi enajenación se torna distante, decido correr y me vuelvo a detener, voy a caminar con los ojos cerrados y me doy cuenta que no conozco el camino, nunca puse demasiada atención a los detalles, solo caminé sin observar, y al cerrar mis ojos la imagen frente a mi ya no es la misma, no existió, yo la inventé y comienzo a caminar por ese nuevo lugar en donde no hay colores, solo texturas y perspectivas antes totalmente desconocidas. Mis manos extendidas de pronto sienten humedad espesa y un contacto suave; al abrir los ojos me doy cuenta de que solo fue Fido, el perro con el tumor en el estómago que siempre me sigue, camina lento y le devuelvo su cariñosa acción con una palmada en el dorso.
Continúo el trayecto de regreso a mi cárcel, mi casa, mi infierno y paraíso, aislamiento total. Sin importar cuanto lo retrase tengo que llegar; pero por hoy me detengo a observar el río contaminado que atraviesa a la ciudad, crecido, rápido. Un fuerte ruido a mis espaldas me hizo sentir algo diferente de la monótona emoción experimentada hasta ese momento. Enfado. Me interrumpe un conductor por su estúpida prisa, y me tranquilizo al pensar en los pocos meses de vida que lo aguardan debido a su hipertensión y de nuevo esbozo una pequeña pero sincera sonrisa; me alejo lentamente mientras su furia se acrecienta.
El camino me incita a continuarlo, a conocer su fin por primera vez, y sin embargo mi falta de valor se hace presente una vez más, y continuo mi lento andar hacia el camino que recorrí miles de veces, unas veces corriendo, otras disfrutando la vista que me ofrecía, otras más sonriendo y también como hoy simplemente con una depresión tan pesada como el mismísimo puente construido sobre la calle.
Al llegar a casa no encuentro alguna distracción concreta. Nada que alivie el dolor dentro de mí, solo terrible cansancio, y dormiría si fuera otro día; algo me dice que hoy no existe tiempo suficiente.
Me dirijo entonces a observar la hora en el pequeño y antiguo reloj bajo los libros que jamás leí, precisamente, por falta de tiempo.
1:30 p.m. y mi hermano no tardaran en llegar, en invitarme a entablar una pequeña plática para desahogar sus tensiones, así que apresuro mi andar hacia el único lugar de escape, mi habitación.
Y en realidad sólo logro escapar del extraño arte de socializar, totalmente ajeno a mi personalidad, mi único refugio dentro de la fría habitación es el computador, sé que logrará enajenarme por un par de horas como mínimo, me lleva directo a Arcadia en cuestión de segundos con cada tecla presionada y me observo transitando las calles y me veo feliz y me veo sana; sonrío, corro y vuelvo a ser feliz, socializo…
La alergia se ha controlado por un momento y con ello mi temor. Tomo mi chaqueta y sin hacer ruido salgo rápidamente de mi cuarto, recorro alerta el patio cuidando no ser descubierta, por hoy y por única vez desafiaré la autoridad que me ata al buen comportamiento.
Me permito un aumento en la velocidad de mi caminar, mientras analizo meticulosamente el entorno que me envuelve, todo es tenue, gris. La emoción invade al cansancio lentamente y el dolor es casi imperceptible.
Ahora casi me encuentro corriendo al notar las grandes nubes de color gris posarse a lo largo de la ciudad.
Al llegar, la poca gente que hay comienza a dispersarse debido al débil goteo que anuncia una tarde de molesta brisa (para ellos).
A lo lejos diviso a un grupo de jóvenes bajo un tupido árbol, todos riendo, todos fumando, todos parecidos y sé que los encontré; a mis queridos amigos, no hay intensión de charlar. Camino lento hasta quedar frente a ellos. Se terminó la felicidad. Después de reconocerme no me dirigen ni la mirada y yo culpo a mi enfermedad, cuando lo único culpable aquí es mi arrogancia e irresponsabilidad.
Me aferro a lo último de mi cordura y autocontrol para intentar tranquilizarme y así, tranquilamente imagino un abrazo, un beso y un “te quiero”.
Ya me encuentro frente a una pequeña tienda. Compro un chocolate (factor alérgico para mi condición). Lo guardo en mi bolsillo y continúo ahora mi regreso.
El antes lejano ocaso llegó rápidamente y me envolvió la obscuridad ahora literalmente, y el frío también volvió.
La poca energía que antes mantuvo agilidad y rapidez en mi andar y optimismo en mi mirada se va desvaneciendo con la entrante penumbra. Regreso a casa por el mojado pavimento oculto entre los pocos árboles.
Ya puedo divisar mi hogar, ya no siento el dolor y una tenue luz me ilumina a medida que me acerco para abrir la puerta de entrada.
No hay nadie en casa.
Me senté bajo la obscuridad de una sala a comerme el chocolate que compré horas antes, e imaginé, no cosas agradables, imaginé mi cadáver completamente lleno de urticaria, imaginé mi garganta totalmente cerrada a causa de ésta. ¿Continuaría trabajando la maldita histamina?
Subí lentamente por las escaleras. Mis manos sintiendo cada protuberancia y defecto de la pared, cada irregularidad hasta llegar al tejado. Caminé hasta la orilla. Divisé la ciudad; esa misma que tanto odié por mucho tiempo y sin embargo ahora me parecía especialmente bella bajo la noche sin estrellas.
Saqué de mi bolsillo una pequeña navaja y abrí la piel de mis brazos, mis manos, rostro, y cuello.
Observé como la sangre cubría poco a poco mi piel lastimada y sonreí; dejando que el viento me abrazará una última vez.
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