César Cansino
Analista Político

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Es tiempo de debatir en México el tema de la cultura política democrática sin prejuicios, esquematismos o purismos estériles. Lo que está en juego es la construcción social de una convicción básica e igualmente indispensable para que la democracia electoral tenga un piso fértil y seguro en el imaginario colectivo: la democracia no resuelve mágicamente todos los problemas, es una forma de gobierno compleja cruzada siempre de conflictos y contradicciones, la representación política no siempre conecta con la sociedad, y una interminable lista de inconsistencias; pero, pese a todo, siempre será preferible a cualesquiera otras formas de gobierno.
El día que esta convicción básica anide en nuestro estado de ánimo, nuestra joven democracia habrá dado un paso gigantesco hacia su consolidación. Lamentablemente, las cosas todavía no pueden pintarse de ese color. Los primeros años de alternancia han alentado frustraciones y decepciones que siempre retardan, generan desconfianza, apatía y nostalgias peligrosas por irreflexivas.
Por ello, no pueden más que causar perplejidad las campañas de educación cívica promovidas por organismos electorales en México, como el propio Instituto Federal Electoral (IFE). Son todas campañas destinadas al fracaso en tanto construidas en torno a los máximos de la democracia en términos de valores e ideales: honorabilidad, tolerancia, respeto, legalidad, etcétera. Están destinadas al fracaso porque no existe un referente en la práctica política cotidiana que posibilite que la ciudadanía conecte con esos valores. Por el contrario, la política profesional se ha vuelto un triste espectáculo diametralmente opuesto a esos valores, una pasarela de cínicos y corruptos que no tienen ningún aprecio por la ciudadanía y por la política democrática. Valga pues esta reflexión para poner las cosas en su justa dimensión. La cultura política democrática no es un asunto de mínimos o máximos, es más bien un proceso en búsqueda de ciertas certidumbres que se traducen en aprecio o al menos aceptación de la democracia como forma de resolución pacífica de conflictos sobre la base de reglas básicas. Ni más ni menos que eso.
Pero avanzar en esta convicción cultural primigenia constituye un verdadero desafío, sobre todo cuando la clase política sigue atrapada en esquemas premodernos del ejercicio público muy distantes del cemento valorativo de las democracias contemporáneas. Este es sin duda el caso de México. Por eso se podría concluir que nuestra democracia está al mismo tiempo cerca y lejos de arraigarse. Por momentos, parece que nada detiene este proceso de maduración cultural, pero casi inmediatamente aparecen las inercias del pasado (un gobernador corrupto, un Congreso inútil, una Corte que se deja sobornar, etcétera) que amenazan con paralizarlo todo. Permítaseme ejemplificar esta idea con el tristemente célebre caso del “gober precioso”.
La conversación telefónica entre el gobernador de Puebla, Mario Marín, y el empresario Kamel Nacif, dada a conocer profusamente por los medios, muestra sin maquillaje la enorme impunidad con la que todavía se puede actuar en los ámbitos oficiales. Para los poderosos no hay límites más allá de sus ambiciones personales.
Ante la evidencia, la crítica se torna insustancial. Quien quiera documentar el cinismo con que se mueven muchos gobernantes, los abusos de autoridad ilimitados, la impunidad que solapa la corrupción, los enclaves autoritarios que todavía existen en varios gobiernos locales (sobre todo priistas), sólo tendrá que asomarse a este crudo episodio del México real. La pregunta es: ¿ahora sí tocamos fondo? Me atrevería a decir que de la respuesta que como nación —ciudadanos y autoridades— demos a esta interrogante dependen muchas cosas, pero sobre todo la viabilidad de la institucionalidad democrática que tan denodadamente hemos edificado en los últimos años. De ese tamaño es el desafío que hoy se abre.
Si la respuesta es que aún no hemos tocado fondo, que el caso Marín es uno más de la larga lista de prepotencias y cinismos, y por lo tanto permanece dentro de un umbral de permisividad estructural o funcional para el sistema político, concurrente con la pobre madurez política que nos caracteriza, entonces habremos renunciado drásticamente a encauzar a nuestra incipiente democracia por el camino de la ley, el respeto y la credibilidad. Es como si nuestra democracia fuera un chiste, un cascarón vacío, una burla, un instrumento para maquillar los abusos de autoridad, en suma, un engaño.
Seguramente hay muchos políticos y empresarios interesados en que el caso Marín no trascienda más de la cuenta o no se esclarezca, empezando por el propio gobernador poblano, aunque su pésima estrategia para encarar a los medios que lo increparon a raíz del escándalo, lo hundieron todavía más. Pero si no se actúa en correspondencia a la gravedad de los hechos, si no procede una investigación exhaustiva de los ilícitos exhibidos por el gobernador de Puebla, y si éste no es llevado a juicio político y eventualmente apartado de su cargo, entonces hay suficientes motivos para creer en la existencia de una red de complicidades donde nadie es capaz de arrojar la primera piedra, desde el presidente de la República, hasta los Congresos federal y locales, pasando por empresarios y muchos otros actores, una red donde todos se cuidan las espaldas.
Por todo ello, conviene pensar que finalmente hemos tocado fondo. El malestar y el repudio ante este hecho es general. De cara a las elecciones federales, la tibieza y la ambigüedad por parte de las autoridades para enfrentar este penoso capítulo de corrupción son aliadas de la ingobernabilidad y la inestabilidad. No sólo está en riesgo nuestra joven democracia, sino la institucionalidad toda, empezando por los principios articuladores de cualquier Estado de derecho. No se trata de ser alarmistas, pero estamos ante un problema de seguridad nacional. De ahí que resulta imperioso que el Poder Ejecutivo haga uso de todas sus facultades para intervenir. Aquí no caben las excusas ni la dilación. Es hora de definiciones. El país lo reclama.